Overblog
Edit post Seguir este blog Administration + Create my blog
Leyendas universales
Leyendas universales
Menu
LEYENDA DE AI APAEC

LEYENDA DE AI APAEC

Cuzco (Nueva Castilla, actual Perú). Año 1.559.

- ¡Cómo ha cambiado el mundo en este tiempo” – dijo el inca Garcilaso, al acabar otro cuento de Chaucer - ¡Cuántas culturas desconocían!...

Sí, en el siglo XVI él como mestizo era la prueba palpable de que había tierras al oeste de Europa, y que se habían unido entre sí.

El Inca Garcilaso, o Gómez Suárez de Figueroa como realmente se llamaba, había sido un mestizo afortunado. Aunque podía haber sido una víctima más del racismo español al ser hijo de una india, al ser también hijo de un español ilegítimo, como la mayoría de los conquistadores extremeños llegados a esas tierras, el apoyo de su padre fue decisivo para asistiera al mejor colegio para hijos de españoles, donde compartiría clase con los hijos de los Pizarro y donde, aparte del quechua materno, aprendería bien el español y el latín. Sí, Garcilaso era sobrino-nieto de Garcilaso de la Vega, que había regado de preciosismo italiano su generación literaria durante el breve tiempo que duró su vida militar. Pero aquel año el Inca Garcilaso aún no había pisado el suelo patrio.

- Hijo, ven, se está muriendo – oyó que decía su madrastra.

Sin pronunciar palabra, el joven siguió a la segunda mujer de su padre.

- Ya está casi dando las bocadas. Se está muriendo como un pollo, el pobre – dijo Luisa Martel, entre sollozos. Nativa de pura cepa española, la desgracia genética se estaba ciñendo sobre ella. Las dos hijas que le dio el gran capitán y comendador morirían una tras otra, dejando al medio indio como único heredero.

- ¿Estás aquí, Garcilaso? – se oyó la voz que avanzaba velozmente hacia la ultratumba.

- ¿Se refiere a mí, padre?

- Sí, recuerda a mi tío, que en su corta vida hizo florecer las letras castellanas. Es el momento de que adoptes su nombre.

- Descanse padre, haré lo que usted ordene.

- No me queda mucho tiempo. En el pequeño cofre sobre la cómoda está mi testamento. Tu destino está en la tierra que yo nací. Cuando me muera heredarás una chacra de coca, pero también te dejo 4.000 pesos de oro y plata para que vayas a estudiar a España y a reclamar la herencia que me debe mi familia. De eso sois testigos todos los presentes, también tú, Luisa – dijo con un último aliento el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, provocando los lamentos de su esposa, pues el gran hombre ya era un cadáver.

Con el futuro diseñado por su ya difunto padre en la cabeza, el nuevo Garcilaso siguió el habitual recorrido que hacía desde la casona de su padre, mantel para 20, en la mejor zona de Cusco, a la pequeña vivienda de adobe donde residía su madre, en el barrio indio.

Ese día el patio estaba concurrido por los familiares de Chimpu Ocllo, cuyo nombre cristianizado era Isabel Suárez, pero que se negaba a usar tras su separación forzada. Todos estaban en silencio y se quedaron mirando al recién llegado con miradas expectantes. Esta al menos era una muerte por edad en la cama. Habían pasado 20 años de noticias sobre tragedias de los dominadores, de la muerte de los jefes españoles llegados a su tierra, a menudo por asesinatos y ejecuciones. Primero habían ejecutado a Almagro, después 20 heridas de espada habían acabado con la vida de Francisco Pizarro, y al final su hermano Gonzalo, que había sido gobernador de esas tierras, murió decapitado. El olor del poder ensangrentado de dinero se seguía oyendo en el antiguo imperio inca o Tahuantinsuyo, y la hecatombe que cayó a sus tierras hablaba ya de un nuevo mundo que nacía pero que no por eso iba a ser mejor.

- ¿Qué noticas traes, churi? – dijo Chimpu a su hijo, indicándole que era el lugar y el momento de conversar exclusivamente en quechua, su querida lengua cuzqueña.

- Murió mi padre.

La notica provocó el inicio de la serie de plegarias habituales en voz apagada que la tradición inca requería para las defunciones.

Madre e hijo se abrazaron, sintiendo vivamente que volvía a romperse su familia.

- Madre, su última voluntad ha sido que me vaya a España a hacerme cargo de su herencia y a hacer allí carrera militar. Para ello me ha dejado una considerable suma de dinero.

- Hijo, debes seguir tu destino, pero me temo que si te vas a esas tierras ya nunca volveremos a vernos.

- Sí, volveré a buscarte.

La madre tenía razón. Tras su partida ya nunca volverían a verse, y tardaron años en llegarle al hijo las noticias del fallecimiento de su madre biológica. Pero para ello aún faltaba mucho tiempo.

- ¿Madre, por qué os separasteis tú y mi padre? – dijo de improviso el nuevo Garcilaso. Hasta entonces nunca se había atrevido a preguntarles eso a sus padres, pese a habérselo preguntado a sí mismo tantas veces.

- ¿Ahora me preguntas eso? No es momento muy adecuado, pero veo que este año va a ser decisivo para ti… Fue una imposición, por disposición real. Tú tenías entonces 13 años. Cuando llegaron a la corte española las noticias de que los conquistadores, hombres en su mayoría, se estaban casando con mujeres indias, en una preocupación racial absurda de mantener la descendencia de los jefes bien huera, la corona envió a las colonias, además de cargamentos de mujeres españolas casaderas, una orden de que los españoles que ocuparan cargos importantes en la administración de este continente debían casarse con mujeres españolas. Así que hasta el mismísimo Francisco de Pizarro tuvo que dejar a la hermana del Inca por otra mujer española. Tu padre y yo nos queríamos, os teníamos ya a ti y a tu hermana, pero la orden de Carlos V fue inapelable. Con enorme tristeza nos abrazamos una noche para no vernos ya. Repudiada, volví con mi gente y mi quechua y él siguió detentando los importantes cargos que le encomendaron y se casó con una española de conveniencia. Ya lo sabes. Pero para tu padre siempre fuiste su favorito.

- Sí.

- Ven, siéntate con nosotros.

En el patio, sentados en círculo, esperaban sus familiares indios. Quienes habían formado parte de la más elevada aristocracia del gran país, mucho más grande que la pequeña península de la que llegaban las grandes naves a rapiñar oro, ahora no eran más que lánguidas figuras sin ilusión, al estar privadas del poder que había dado sentido a su existencia.

- Ahora ya eres de los nuestros – dijo su tío más anciano.

- Tío, su padre acaba de morir. Y lo quería.

- Comprendo lo que dices.

- Pero ese ha sido nuestro problema, quedarnos admirados por quien creíamos dioses pero que resultaron ser ladrones y asesinos.

- Tía, su padre no era un asesino.

- No dejaré de odiar a los españoles mientras viva. Todos ellos, aunque sean enemigos, tienen el mismo objetivo: llevarse nuestro oro.

- ¿Cómo que eran dioses? – interrumpió Garcilaso, asombrado.

- Ahora ya eres mayor. Debes saber la verdad.

- ¿Pensabais que eran dioses?

- Te voy a contar la leyenda del dios Viracocha – dijo su tío abuelo

- Viracocha es nuestro dios hacedor. Nació en el lago Titicaca, que se vuelve rojo cuando ofrecemos los sacrificios de llamas en su honor. Allí creó a los primeros hombres, a quienes tuvo que convertir en piedra por su maldad. Después creó el sol, la luna y las estrellas. Fue hacia el mar, donde los nativos salvajes lo quisieron matar, pero hizo que cayera una lluvia de fuego sobre ellos, matando a muchos. Con su báculo hizo que cesara el fuego y entonces los salvajes lo adoraron. Era alto y huero, con ojos verdes, cabello corto, llevaba barba blanca, iba vestido con un hábito blanco y llevaba en las manos su cayado mágico y uno de esas cosas que llaman breviarios que llevan los sacerdotes españoles. Acompañado de su séquito, todos con vestiduras de oro, se fue al océano Poniente, y se fueron caminando hacia el norte sobre la superficie de aguas grasientas. Y lo peor, dijo que volvería.

- Imagino el impacto que se llevaron los salvajes de la costa cuando vieron llegar del norte a las naves españolas – dijo Garcilaso.

- Hombres con armaduras brillantes, de piel blanca y barbas, que venían del norte, montados en caballos con cascos con hierros, disparando arcabuces, como si fueran enviados de Illapa, el dios del trueno… ¿Qué podían pensar? ¡Había vuelto Viracocha! Y sus rostros se desvivieron por distinguir a su dios, Francisco Pizarro, y ya siempre le llamarían “apu”, jefe..

- Cuando vieron que eran mortales, que habían sido engañados y que esos hombres con caballos y armaduras eran enviados del demonio, ya era demasiado tarde. Su ansia insaciable de oro hizo que destruyeran nuestros dioses, nuestros objetos, adornos, nuestras joyas… Todo debía serles entregado para después fundirlo, para hacer lingotes y acuñar monedas, haciendo desaparecer en un suspiro las maravillas tan cuidadosamente elaboradas por nuestros escultores, artesanos y orfebres – explicó su tía abuela.

- ¡Y sucedió lo que no se ha conocido ni se conocerá jamás! El oro del cuarto de Cajamarca donde se recogió el botín, el expolio más grande conocido nunca.

- ¿El cuarto del rescate? – dijo Garcilaso.

- Sí. Nuestro inca Atahualpa recibió a los conquistadores sentado en su trono de oro, delante del que cientos de sirvientes limpiaban el camino. 30.000 guerreros le acompañaban, pero desarmados. ¡Ingenuo! La excusa para detenerlo fue que, cuando el capellán le acercó la cruz y la Biblia exigiéndole bautizarse y aceptar la autoridad del rey Carlos I, el Inca tiró su libro, lo que para ellos es una blasfemia imperdonable a dios. Resultado, los disparos de los arcabuces y el secuestro del inca. A pesar de ofrecerle Atahualpa a Pizarro como esposa a su propia hermana Quispe Sisa, quedó cautivo con sus tres esposas y ya no volvería a disfrutar más de su libertad. Durante casi un año el inca estuvo preso y aunque le dejaron seguir gobernando, el interés de los españoles era otro. Le enseñaron español hablado y escrito, para poder confirmar que aceptaba un contrato de que le darían la libertad a cambio de oro. Durante tres meses de continuas llegadas de llamas, fueron llegando a Cajamarca 84 toneladas de preciosos objetos de oro y 164 de plata, para ser fundidos inmisericordemente.

- ¿Y se lo mandaron a su rey? – inquirió Garcilaso.

- El rey recibiría su quinta parte, lo que llaman el quinto real, pero la mayor parte fue repartido entre los españoles que estaban aquí, excepto el trono de oro del Inca, que se lo quedó Pizarro. Pero comparado con las pobres reservas de oro de su país, para ellos era una fortuna desconocida hasta entonces. El oro haría rica a Castilla y serviría para costear las guerras de ese continente.

- ¿Y qué le pasó a Atahualpa? – siguió preguntando Garcilaso.

- El ansia devoradora de los hijos del diablo no se conformó con la fortuna obtenida. Pizarro le hizo un consejo de guerra amañado. Felipillo, el intérprete, odiaba al inca al querer a una de sus concubinas, y sus traducciones tendrían conscientemente la intención de culparle. Con sus respuestas tergiversadas, Atahualpa fue hallado culpable de idolatría, herejía, regicidio, fratricidio, traición, poligamia e incesto. Y una noche de verano fue conducido a la plaza de Cajamarca y atado a un poste. Cuando vio que acercaban leños y un soldado portaba una antorcha el inca se asustó, pues para poder resucitar en el otro mundo tenemos que ser embalsamados. Únicamente pudo negociar su muerte por el garrote vil si se convertía al cristianismo. Al día siguiente el cuerpo del ahorcado fue llevado a la iglesia donde se hizo el funeral por el nuevo rey cristiano Francisco, al que asistieron todos los españoles. Mujeres, esposas y criadas del Inca se presentaron en la iglesia pidiendo ser enterradas vivas con el inca como pide la tradición, pero al no dejarles por no ser un rito cristiano se mordieron en las muñecas y se destrozaron los pechos para suicidarse, ahorcándose con sus propios cabellos. Se dice que fueron miles los súbditos que se suicidaron. Atahualpa fue enterrado en la iglesia de Cajamarca pero a los pocos días desapareció su cadáver. Nosotros nos tuvimos que encargar de embalsamarlo y enterrarlo siguiendo nuestros ritos en un lugar secreto de las montañas, un lugar que juramos no revelar a nadie, ni siquiera a ti.

- Qué triste historia, qué horrible fin para los incas – exclamó Garcilaso, asqueado de tanta crueldad.

- Sí, la locura de la fiebre del oro de los invasores ha destruido el Tahuantinsuyo.

- Pero ahora tenemos caballos, vacas, ovejas, ruedas, libros, … dijo Garcilaso, recordando cuando su padre le hablaba de lo que habían traído al Nuevo Mundo.

- Y armas de fuego, y apropiaciones de tierras, y esclavismo, y nuevas enfermedades…

- ¿Era mejor la vida antes, tío?

- En el tahuantinsuyo siempre había abundancia, no había mendigos y nadie estaba ocioso. Hacíamos calzadas para llegar hasta los más recónditos lugares, abancalábamos las montañas para cultivarlas y que siempre hubiera suficiente comida, y logramos civilizar a los pueblos bárbaros, que hasta entonces practicaban la sodomía y la antropofagia.

- Esta cerámica la hacían esos salvajes, ¿no? – dijo Garcilaso señalando a un botijo decorado con una extraña cabeza de quien parecía ser un hombre de grandes colmillos cubierto con un tocado de jaguar.

- ¡Tío, cuéntale la leyenda de Ai Apaec! Seguro que no la sabe. Mi hijo pronto nos abandonará, quizá para siempre, para servir al nuevo rey de España, pero antes de que se vaya debe conocer a fondo a nuestro pueblo – dijo Chimpu, presintiendo que su vida, de obligado segundo matrimonio con un soldado español de rango inferior, iba a quedar reducida de nuevo.

- Sí, tienes razón, sobrina. Joven mestizo, tú ya no perteneces a ese mundo. Aunque tu padre huero ha muerto, corre por tus venas la sangre de nuestros enemigos. Y eso no lo puedes cambiar. Mira ese rostro. Es Ai Apaec, el héroe de los mochicas. Vivían hace muchos años al norte, en el valle del río Moche. Fueron grandes agricultores, ceramistas y constructores de pirámides de adobe adornadas con hermosos frisos polícromos. Su civilización se hundió en el olvido pero el esplendor de sus dirigentes y sus fantásticas leyendas perdurarán para siempre. En aquellos tiempos remotos no había personas en el mundo y la tierra estaba desnuda y despoblada, solo era un desierto sin vida. De las montañas más altas, siempre en silencio, sólo destacaban esporádicamente los truenos y vapores que salían de los volcanes más altos, lamentos del dios Illapa, prisionero del mundo de abajo. Pero en el gran mar bullía la vida. Era el reino de la diosa Ni, que vivía en una gran cueva en el fondo del océano. Como no había luz su cuerpo era oscuro y sus ojos eran ya completamente ciegos. Conoces a Ni, ¿no? Nosotros la llamamos Mama Cocha.

- Sí, la diosa inca de las aguas, mares, ríos, lagos y manantiales. Pero para nosotros es una diosa siempre joven.

- En su juventud, cuando aún veía, encontró un día a Strombus, un caracol marino gigante, que guardaba en su interior una perla enorme, la más brillante que había existido. Había nacido Inti, el dios sol, cuyo destino estaría bien alejado del mar, cuando se convertiría en gobernador de los cielos. Sintiéndose instintivamente atraída por el dios, Ni pidió a Strombus que le diera la perla y como él se negó, pues la luz de Inti le resultaba esencial para comer por las grandes profundidades, ordenó a las estrellas de mar que lo secuestraran y lo llevaran a su cueva, donde no comería ni vería a nadie hasta que no soltara la perla. Strombus pasó un tiempo resistiéndose, su cuerpo se fue llenando de algas y su carne fue desapareciendo por falta de alimento. Al final tuvo que dejar caer la perla al suelo para que lo liberaran. Entonces, la diosa le permitió alejarse y como castigo le impuso que no se apareara más con otros caracoles machos. Sin embargo el caracol había pasado tanto tiempo secuestrado que su cuerpo ahora era hermafrodita y burló la maldición de la diosa, teniendo él solo a sus propios hijos. Ese es el motivo de que los caracoles sean hermafroditas, aunque ahora necesitan aparearse para poner huevos. Strombus era chamán y podía predecir el futuro. Según su oráculo, un extraño ser, híbrido de dos especies, asaltaría el océano, destronaría a sus dioses y liberaría a Inti, para que creara un nuevo reino en las tierras secas.

- Sí, Inti, nuestro dios del Sol, que ahora reina en los cielos ayudando al dios supremo Viracocha.

- Exacto. Nuestros dioses son eternos y han regido el destino de los hombres desde el principio de los tiempos. Cuando Inti quedó libre en el suelo, sintió que su ligereza le impulsaba a salir de las aguas, pero la diosa se lo impidió. Quería casarse con él y hacer que el mar se iluminara. El dios se negó, y Ni lo arrastró hasta el fondo de la cueva, atándolo con cadenas, que renovaba según iba creciendo. En multitud de ocasiones le pidió que se desposara con ella, pero él se negó una y otra vez, diciéndole que su destino estaba en el cielo, donde le esperaba su prometida, Si, nuestra Mama Quilla, la diosa luna. Fue en aquellos tiempos cuando nació el héroe Ai Apaec. También nació en el mar. Sus padres fueron una ballena macho y una tortuga marina. Cuando Ni se enteró de este extraño nacimiento se acordó del oráculo de Strombus. No podía permitir que tan descabellada idea se convirtiera en realidad por lo que mandó a todos los seres marinos en su búsqueda, ya que ella era vieja y no veía. Como nunca había podido tener hijos, adoptaría al extraño como hijo propio. Al saberlo, la madre tortuga puso a su hijo sobre la concha para salvarlo y estuvo días y días nadando en la superficie, con su bebé fuera de las aguas para que los peces no pudieran verlo. Pero un día que se acercó demasiado a la costa un cangrejo de grandes colmillos vio al dios. Atacó a la tortuga y la mató, hincándole los colmillos en el cuello. Ai Apaec, luchó con él, le arrancó las patas una a una y finalmente le quitó los dientes, poniéndoselos para él, tal como se le ve en este botijo. Entonces su cuerpo se hizo transparente y podía verse cómo le latía el corazón y como circulaba la sangre por todo su cuerpo.

- ¡Entonces en las figuras de la cerámica moche se representan sus leyendas! ¡Yo pensaba que sólo se interesaban por la concupiscencia!.

- Joven Garcilaso, la cultura importada del este ha inventado el extraño pecado de rechazar lo que nos da la vida. Reflexiona sobre sus contradicciones. Estoy seguro de que ellos acabarán por ver la luz. Y piensa que tú también serás padre algún día, y disfrutarás del placer carnal aunque tu emparejamiento no siga los extraños ritos represivos de los europeos. Continúo. Es una historia tan larga, que aún no he casi hablado de la epopeya de Ai Apaec. Ya sin refugio donde ocultarse, cayó al fondo del mar. Allí lo esperaba la diosa Ni, que lo quería hacer su sucesor. Lo acompañó a su cueva, le hizo comer los mejores manjares del océano y le enseñó sus tesoros. En la cueva resplandecían las perlas y corales, pero aún resplandecían más las piedras del sol, que aún no había llegado a las montañas. Al fondo de la cueva estaba el dios Inti, amarrado con cadenas y grilletes, casi inmóvil, con una mirada de tristeza que apenaba hasta a la mente más insensible. Las algas y la arena cubrían casi todo su cuerpo, estando a punto de apagarle la luz por completo. A Ai Apaec su madre le había contado la desgraciada historia del sol mientras nadaba por la superficie. Él sabía que su lugar no estaba allí, así que lo liberó. Con su fuerza sobrehumana soltó las cadenas, abrió los grilletes y eslabones y el sol pudo ascender libre hasta el cielo, echando toda el agua que había tragado en su cautiverio marino en forma de lluvia dorada que llenó la tierra de pepitas de oro. Y el mar se quedó para siempre oscuro y profundo. Enterada la diosa de la liberación del sol, decapitó al desagradecido huésped y lo lanzó a la fosa que comunicaba con el mundo de abajo. Allí lo vio car una serpiente de dos cabezas. Desgraciadamente mientras la cabeza de color verde se sentía atraída por el dios, la cabeza de color tierra lo rechazaba, y mientras una parte se le enroscaba, la otra se iba desenroscando inmediatamente. El aprieta y afloja siguió hasta que Ai Apaec cogió al reptil por ambos cuellos, uniendo las dos cabezas, que se convertirían a partir de entonces en su propia cabeza. Su nueva cabeza doble generó inmediatamente en él el deseo de salir a la tierras emergidas y a las montañas que se veían en la lejanía, para unir las tierras y las plantas. Las cabezas de serpiente le permitieron nadar hasta la superficie. Ante él tenía la costa y la gran cordillera de los Andes. En su orilla lo esperaban una mujer piquero y otra mujer gallinazo lo ascendieron hasta la montaña más alta de los Andes. Allí habitaba la diosa Tierra, cuyo deseo, hasta entonces insatisfecho, era procrear. Se lo impedía una manada de jaguares que merodeaban a su alrededor y devoraban a cualquier ser vivo que intentara acercarse, bajo las órdenes de la diosa iguana Fur, la muerte, quien no quería que llegaran a nacer los humanos, porque se apropiarían de todas sus tierras y la esclavizarían. Pero la ayuda de las dos mujeres-ave fue esencial para que Ai Apaec pudiera liberar a la diosa Tierra. El piquero le dio un extraño instrumento llamado propulsor, con el que se podían lanzar flechas o lanzas con gran facilidad. El gallinazo le dio su pluma más larga, una pluma mágica que, al ponérsela en la frente su transparencia se convertía en invisibilidad. Ai Apaec pudo así acercarse a la diosa y con su propulsor ir matando uno a uno a toda la manada de jaguares. Cuando acabó con el jefe de la manada, lo despelletó. Después se puso la piel del jaguar como manto y comenzó a rugir.

- El jaguar siempre simboliza el poder en nuestra tierra, ¿verdad?

- Sí, en todas nuestras culturas. Pero ya se había hecho de noche. La diosa-luna Li le envió a una lechuza chamana que le dijo que iba a ser el padre de la humanidad y como tal debería transmitir a los humanos unos rasgos que representaran la felicidad en la tierra, no la violencia. Después lo hipnotizó e hizo que se durmiera. La lechuza llamó a las arañas y se pasaron toda la noche haciéndole un vestido de seda. Después salió el sol. Era Inti, el dios-sol, quien, agradecido por la ayuda de Ai-Apaec cuando estaba preso en el fondo del mar, le envió los rayos de sol más fuertes que emitía. Pronto el color transparente de la piel del héroe se fue tornando morena. Entonces vinieron todos los colibríes y le tejieron una corona cediéndole sus plumas más vistosas. Cuando se despertó, Ai Apaec era ya el modelo de la raza andina, el padre de todas las razas del continente.

- Con nuestro color de piel, ¿no?

- Claro. Ataviado con su vestido de seda, la piel de jaguar, la corona de plumas, y el cinturón de serpientes, guiado por los colibríes, nuestro héroe llegó a una pirámide escalonada en la que le esperaba la diosa Tierra. Copularon por el día y por la noche, bajo el sol y bajo la lluvia, cuando había silencio o estaba gruñendo en sus volcanes el dios Illapa, que aún no ha podido ser liberado… De su unión surgió el árbol de la vida, con flores y frutos machos y hembras. Los frutos fueron rodando hacia abajo por la pirámide, después montañas abajo para irse convirtiendo en todo tipo de plantas y animales, hasta que la tierra se quedó ahíta de vida, las montañas se llenaron de plantas y los animales vivieron en ellas. Cuando llegó el solsticio de verano todos veneraron al nuevo dios Inti, trayéndoles las piedras doradas que había enviado en forma de lluvia cuando fue liberado del fondo del mar. Ai Apaec le presentó al dios a sus primeros hijos humanos, nacidos de la diosa Tierra, tras haber dado a luz al árbol de la vida. El dios Inti le permitió subir a su reino, desde donde se veía todo el mundo. Allí el dios le entregó mazorcas de maíz y semillas de ají y maní, y su prometida, la diosa-luna Si le enseñó a cultivar esas plantas, para que sus descendientes se pudieran alimentar. Y el mundo pudo de ese modo comenzar a convivir con sus ciclos agrícolas. Eso dice la leyenda que nos contaba el abuelo, y que a él le habían contado sus abuelos, y a ellos los suyos. Así hasta el origen de los tiempos.

Reinó el silencio tras tan fantástica historia.

- ¿Pero entonces la destrucción que estamos haciendo de piezas de cerámica como ese botijo es un error imperdonable? – dijo el Inca Garcilaso.

- Nuestra cultura está hundiéndose en el olvido por la presión agresiva de esa cultura importada que la considera idólatra y que deben destruir. Sus líderes religiosos consideran pecado de lujuria los placeres del cuerpo, estableciendo un tabú total sobre ellos. Todas estas imágenes del amor están siendo destruidas masivamente. Sus sacerdotes no quieren que quede ni una. Espero que las que nos sobrevivan, por formar parte del ajuar ahora en desconocidas tumbas de muertos, puedan salir a la luz en el futuro, para ser admitidas y admiradas por nuestros sucesores. Viracocha lo quiera.

- ¡Viracocha lo quiera! – repitieron al unísono los asistentes.

Había pasado mucho tiempo, pero en 2015 Oleg se estaba haciendo una reflexión similar mientras contemplaba las maravillosas obras de arte de orfebrería y cerámica mochica en la exposición de Omsk, su ciudad.